Ella contaba como fue que vio venir el amor al
reconocer en ese hombre las facciones del cristo anclado sobre el altar, un hombre
hermoso y piadoso como lo había pedido, lo reconoció entendiendo el designio. Él
por su parte había llegado a ese lugar casi obligado a terminar el trabajo de las
dos antenas repetidoras que habían sido dejadas a medias. Sus vidas a partir de
ese momento estarían llenas de un sinnúmero de coincidencias. Jesús estaba descendiendo
de la torre en la que se había trepado para corregir la conexión fallida, ella iba
con su hermano menor de vuelta para su casa. Se detuvo a descansar, aún les
faltaba camino. En la mente de ella estaban presente las labores que le habían
encomendado en su casa, tenía dieciocho años, Jesús veintidós. Por su parte Amelia
contaba con dos pretendientes, vecinos de su pueblo. Jesús acababa de terminar la
relación de cuatro años con una excompañera de estudio. Ninguno de los dos
estaba en busca de un nuevo amor. Ella en su convicción religiosa, trabajaba de
voluntaria en la iglesia y no había descartado la idea de entregársele de lleno
a la vida espiritual y como lo contaría innumerables veces: Ese día mientras se
tomaba un descanso, vio descender a su Jesús terrenal, con su barba y su indumentaria
de obrero. Los ojos de ambos se encontraron en un firmamento paralelo. Por su
parte él sintió que algo en la base de la torre lo atraía, sintió que estaba
siendo llamado por una voz reconocida, no había terminado de soltarse los
amarres que lo sujetaban a la estructura, cuando sintió que estaba siendo
recibido por los brazos de ella en una conexión onírica. Jesús había estado soñando
con ese encuentro, se veía continuamente que bajaba de algún lugar, directo al
regazo de una figura femenina con el cabello recogido y la cara despejada, con
la expresión alegre y expectante como la que en sus sueños el también tenía. Así
se reconocieron. Amelia quedó impactada por ese rostro, más joven que el del
cristo del altar, con la barba definida exactamente igual a la del hombre de
yeso, la mirada naciente desde ese par de ojos claros, inmaculados y serenos. Ella
también sintió que lo estaba recibiendo renacido del dolor mientras era zafado
de los clavos de una cruz.
Ese día hablaron como dos amigos que se acaban
de reencontrar, a sabiendas de que lo suyo no se iba a quedar en la mera amistad.
Jesús le hizo entender que quería conocer mejor esas tierras y ella se ofreció
a servirle de guía. Comieron y bebieron de lo que el llevaba, hablaron mas de
la cuenta, para ser dos personas que se acababan de conocer. Quedaron de encontrarse
en la misa de siete del día siguiente, un sábado de febrero. Ella tenía la
firme intención de presentarlo ante Dios y pedirle su aprobación, aunque sabía
que sobraban los motivos porque su corazón ya se había decidido. Jesús había
quedado de devolverse para Bogotá apenas terminara el trabajo, por suerte para
los dos pudo demorar su labor hasta el siguiente miércoles, lo que prolongo
para la dicha mutua las salidas, las visitas y los paseos de charlas extensas. El
día de la despedida temporal, él le dejó sus teléfonos y abonado el dinero en
la oficina de Telecom para que lo llamara cada vez que lo considerara necesario.
Cuatro meses de ir y volver, les llevó concretar completar la unión por la que
son reconocidos. – Cuando en este pueblo de habla de amor, a este par de tortolos
es a quien hacen referencias las bocas -
Amor vigente, constante e inmutable. Placenteramente
contagioso para quienes tuvieron el gusto de compartir algún instante con ellos.
Es por eso por lo que en el pueblo todo aquel que quiere destacar las virtudes
del amor acostumbra a poner de ejemplo a Amelita y su Jesús, empezando por el
cura en su sermón.
– Amelita no me compares con nuestro señor, eso
es pecado. Yo solo cuento con la gracia de llevar su nombre – le dijo una vez
él ante la insistencia de ella de compararlos físicamente.
Aunque su vida de casados transcurrió en su
mayoría en su casa de Bogotá, donde sus cinco hijos crecieron, hasta que la
vida se los llevó a migrar buscando lo suyo cada uno. Luego la llegada de los
doce nietos con los primeros cuatro bisnietos. Para esa época de los bisnietos,
ya se habían regresado al pueblo, para radicarse y continuar con el giro de la
vida que los dejaba igual a como salieron la primera vez solos, después de la
boda frente al altar que tantas promesas y peticiones le cumplió a ella, desde
niña hasta su ultimo embarazo, que la sorprendió un martes de pentecostés
orando fervorosamente al tiempo que rompía fuente. De nuevo en su tierra, continuaron
con la fuerza de esos novios jóvenes que se esperaban carta en mano para
contarse, las vivencias en la ausencia del otro. Las cartas acostumbraban a
leerlas uno frente al otro, reviviendo el momento en el que apartados la escribieron,
allá en la intimidad de sus habitaciones, una en Bogotá la otra acá en el
pueblo. Los tórtolos andaban de la mano para donde quieran que fueran, cenaban
en los restaurantes, se daban regalos sorpresas y serenatas. En las fiestas
bailaban como adolescentes. Su pasión y contemplación permanecieron intactas. Su
iglesia, la favorita, la de los bautizos, las bodas de sus hijos y la de los dolorosos
sepelios. Los recibió un mes antes de su ultimo beso, para celebrar lo que serían
sus bodas de oro, homenajeados a cargo de la administración del pueblo vigente
en ese momento.
Por las tardes y algunas mañanas caminaban por el
pueblo, tomados de la mano. Muchas veces se les vio sentados recibiendo el nacimiento
y las puestas del tibio sol característico de este lugar, sentados de la misma
manera sosegados como para una foto. De la misma manera como la que serían
encontrados esa mañana de julio al fondo, justo al final de la senda formada por
los árboles, sus figuras permanecían inmóviles, sentados, recibiendo el dulce calor
de la mañana que le daba forma a lo único en ellos que se conservaba con vida,
su sombra. Enmarcando lo que un desprevenido poeta supo plasmar al verlos, así
juntos fundidos en un abrazo. El poema que se puede leer labrado en el monumento:
Esta mañana,
El chocolate del desayuno
en todos hogares se avinagró.
La misa de siete
Su ausencia declaró presente,
El cristo del altar
soltó lágrimas de felicidad.
Ese hombre de yeso
recibió a bien el suceso.
A los embajadores del amor
el idilio los embarcó.
Testificando firmó el alba
en una sombra la mañana.
Amelia
murió al lado
del
hombre que santificó,
lo
hizo padre y abuelo
mientras
él día a día la enamoró.
Espiritual
fue el último vuelo
de
nuestros amantes por su pueblo.
La procesión que acompañó los cuerpos tuvo un gesto que se les dio a todos sin acuerdo alguno. Todos iban tomados de la mano, con fervor, con amor, y a la manera de nuestros padres indígenas los cuerpos fueron acomodados en un solo ataúd por petición de los amantes: - Juntos el cuerpo y el alma en la tumba como en la cama -. Para recordarlos in memoriam el parque conserva un romántico monumento con dos aves tórtolas fundidas en un beso eterno.
“CON AMOR RECORDAMOS A AMELIA Y JESUS QUE FALLECIERON SENTADOS UNO JUNTO AL OTRO EN ESTE PRECISO LUGAR”.
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